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El umbral

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Abrió los ojos y notó un ligero escozor. Al tratar de frotárselos, fue consciente por primera vez de que estaba paralizado. Intentó estirarse pero fue imposible. Mover los dedos de las manos, nada. Los dedos de los pies, tampoco. ¿Qué le estaba pasando? Al menos el picor de los ojos había desaparecido. Quizá fuera por el intento en vano de mover las articulaciones de su cuerpo. Una vez le habían dicho que si te duele la cabeza, el dolor desaparecería si empezaba a dolerte otra parte del cuerpo. No sabía si esto era lo mismo, pero al parecer, el esfuerzo realizado para intentar moverse había acabado con el picor. Intentó mirar a su alrededor y tuvo una sensación extraña. Era como si sus pupilas no se desplazaran pero sin embargo podía ver todo lo que tenía alrededor. El despertador digital de la mesilla de noche indicaba que pasaban treinta y siete minutos de las tres de la madrugada. Faltaban casi cuatro horas para que empezara a emitir ese sonido estridente que le levantaba to

Preguntas y respuestas

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Alfredo estaba sentado en un taburete frente a la barra del bar. Su mano derecha le temblaba mientras un desconocido con aspecto de matón, se la sujetaba con fuerza para que no la separase del tablero. Otro hombre, con cara de menos amigos que el primero, le tenía el brazo izquierdo retorcido en la espalda, inmovilizándolo por completo. La cara de Alfredo denotaba un miedo atroz al mirar al tercer hombre que se encontraba al otro lado de la barra. Una cicatriz le cruzaba la cara, pasando por un ojo deformado casi en su totalidad. No tenía aspecto de haber sido un accidente, sino mas bien, como si le hubieran cortado con un machete en la cara y cuando un hombre que ha vivido semejante situación te amenaza, no puedes hacer otra cosa que no sea rezar o cagarte en los pantalones. —Te voy a hacer una única pregunta — dijo el hombre de la cicatriz —. Es sencilla y sabes perfectamente la respuesta. De ti depende que esto acabe pronto o que se convierta en un martirio, pero te asegu

37 veces

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—En serio, treinta y siete veces, te aseguro que las conté —dije—. Empecé a hacerlo cuando me di cuenta el tercer día que se repitió. Treinta y siete días soñando lo mismo. —Nadie puede tener el mismo sueño tantas veces y además de forma continuada. —Pues créelo. Y lo mejor de la historia no es el sueño en sí, si no lo que ocurrió cuando dejé de soñar. El primer día desperté con un leve recuerdo, mas bien con una extraña obsesión. Pensaba todo el tiempo en el número treinta y siete. De camino a la oficina, cuando iba al baño, durante el almuerzo. No conseguía que se me fuera de la cabeza, y en ese momento, creo que no era consciente de que había soñado con ese número. La tercera noche que soñé lo mismo, decidí marcar en un calendario los días que se repetía, pues me pareció sumamente extraño. El sueño en sí no era nada del otro mundo. Tan solo se trataba del número treinta y siete por todas partes. Soñaba con él al pie de la página de un libro, en el cartel de una para

Las almas perdidas de Halloween

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Todo el mundo tiene miedo en alguna ocasión. Miedo a las arañas, a los espacios abiertos, a lo desconocido. Pero sin duda, el mayor de nuestros miedos es que algo le ocurra a un ser querido, y si además, ese ser querido es un hijo, el sentimiento de terror se multiplica exponencialmente hasta límites insospechados. Pero el miedo, en muchos casos, es un sentimiento impulsivo. Lo tenemos, pasa, y se olvida. Hasta el momento en que una nueva situación lo hace renacer, pero a veces es demasiado tarde. Si hay una oleada de robos en viviendas, las centralitas de las compañías de alarmas enloquecen. Si un loco con una furgoneta atropella a varios viandantes en una céntrica capital, en todo el mundo la gente se recoge en sus casas y evita las multitudes. Pero el tiempo pasa, y el miedo también. Al cabo de unos días, las centralitas de alarmas dejan de sonar y las calles del centro de las ciudades vuelven a bullir de turistas y ciudadanos. El miedo ha pasado y la gente sigue con su vida.

El ángel de la guarda es un ave nocturna

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El día que falleció mi padre fue extremadamente largo. En realidad, el proceso duró dos días. A eso de las once de la mañana, supe que mi padre no volvería a despertar, si bien, el deceso no se produjo hasta las nueve de la noche. Para mí todo duró dos días, porque empezó cuando no logré despertarlo por la mañana de un viernes, y terminó cuando me acosté el sábado por la noche. No puedo decir que su final fuera una sorpresa. Salió victorioso durante seis años en todas las batallas que libró contra su enfermedad, y no fueron pocas. Tuvo una relativa buena calidad de vida toda esa época, y sólo sufrió un poco sus dos últimos meses. Digo sufrió un poco, porque era un hombre muy fuerte al que jamás oí quejarse. Si el cáncer le estaba haciendo sufrir, a nosotros no nos los demostraba. Cuando la especialista de paliativos llegó a casa y lo examinó, nos dijo que no volvería a despertar y que lo mejor era sedarlo. Da igual el tiempo que lleves esperando. Da igual las veces que los médic

¿Qué harías tú?

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Cuando era joven, había bromeado con esta situación muy a menudo. La utilizaba para poner a la abuela de mi mujer en un compromiso, y todos nos reíamos, a pesar de que no conseguía obtener respuesta alguna de ella. Ahora, después de tantos años, no deja de resultarme curioso que con el tiempo, fuera yo el que me encontrara con esa tesitura. Pero además, me resultaba aterrador, pues si no tomaba una decisión pronto, me costaría mi propia vida. Parece mentira que la noche anterior a aquel día, estuviéramos los cuatro cenando tranquilamente, ajenos por completo al destino que nos esperaba. Menos de diez horas después de besar a mi mujer para darle las buenas noches, supe que era el último beso que podría darle en vida. El desconocido que llamó por la mañana a la puerta no tenía aspecto de asesino. Más bien, me  recordaba a una rata de biblioteca o a algún friki informático. Con su camisa abrochada hasta el cuello y sus gafas negras de montura ancha, parecía incapaz de matar a u