Las almas perdidas de Halloween

Todo el mundo tiene miedo en alguna ocasión. Miedo a las arañas, a los espacios abiertos, a lo desconocido. Pero sin duda, el mayor de nuestros miedos es que algo le ocurra a un ser querido, y si además, ese ser querido es un hijo, el sentimiento de terror se multiplica exponencialmente hasta límites insospechados. Pero el miedo, en muchos casos, es un sentimiento impulsivo. Lo tenemos, pasa, y se olvida. Hasta el momento en que una nueva situación lo hace renacer, pero a veces es demasiado tarde.

Si hay una oleada de robos en viviendas, las centralitas de las compañías de alarmas enloquecen. Si un loco con una furgoneta atropella a varios viandantes en una céntrica capital, en todo el mundo la gente se recoge en sus casas y evita las multitudes. Pero el tiempo pasa, y el miedo también. Al cabo de unos días, las centralitas de alarmas dejan de sonar y las calles del centro de las ciudades vuelven a bullir de turistas y ciudadanos. El miedo ha pasado y la gente sigue con su vida.

Cuando la noche de Halloween de dos mil doce desapareció un niño en el barrio del Quintanar, los vecinos sintieron miedo por primera vez en mucho tiempo.

Su terrorífico disfraz de Drácula no evitó que desapareciera. Tampoco el ir con un grupo numeroso de padres y niños pidiendo por las casas. Truco o trato. Probablemente hizo el trato. Se esfumó. Durante un instante estaba con sus amigos y de repente ya no estaba. Tenía once años y si bien, a esa edad, muchos niños son capaces de defenderse solos, Gerardo al parecer no lo fue.

Durante días los vecinos organizaron batidas por los alrededores buscándolo. La policía interrogó a todo el mundo y registró viviendas sin éxito. Ni una sola pista. Tampoco una llamada pidiendo un rescate o diciendo que habían visto a alguien sospechoso merodeando por el barrio.

Tras unas semanas de búsqueda infructuosa, la familia de Gerardo se puso en lo peor. Comenzaron a pedir a Dios que apareciera el cuerpo de su anhelado hijo para poder enterrarlo y cesar la búsqueda. Pero este no apareció, por lo que los esfuerzos de los padres por encontrarlo aún durarían años.

La gente del barrio volvió pronto a sus rutinas. Trabajo los adultos, colegio y parque por las tardes los niños. El miedo se evaporó, igual que lo había hecho Gerardo. Y en poco tiempo, la vida en el Quintanar recuperó la normalidad.

Todo habría sido tan solo una simple mancha en el barrio, de no ser por la nueva desaparición en la noche de Halloween del año siguiente.

La gente salió a la calle esa noche como si la falta de Gerardo sólo fuera un mal sueño. De hecho, algunos niños bromeaban con la historia como si fuera una leyenda urbana o algún cuento de terror. Si llamas a la casa equivocada te abrirá Gerardo y te comerá vivo. Los niños que menos gominolas consiguen esta noche desaparecen para siempre. Cosas así.

Pero la realidad es que a eso de las diez de la noche, varios niños advirtieron a sus padres de que Lucía no estaba por ninguna parte. El miedo entonces volvió, y en el caso de los padres de Lucía ese terror se elevó hasta el infinito.

Inmediatamente se inició la búsqueda y esta vez, incluso se cortaron las salidas del barrio y se registraron vehículos. Algunos de los agentes que participaron en la investigación del caso de Gerardo estaban esa noche de servicio y no querían que se produjera ningún error.

Al igual que el año anterior, todo esfuerzo fue en vano. Lucía no apareció. Ni esa noche, ni los días siguientes. De nuevo ninguna pista y ningún testigo. Fue un caso calcado del de Gerardo, con la diferencia de que la desaparecida era una chica y tenía ocho años en lugar de once.

Los padres de ambos chicos se consolaron mutuamente y unieron sus esfuerzos para investigar los casos, sin conseguir ningún avance. Incluso escribieron una carta al Rey y al Presidente del Gobierno pidiendo ayuda y refuerzos policiales. El informe de los agentes encargados del caso era impecable, no se cometieron errores significativos, por lo que desde la capital no llegaron nuevos refuerzos.

Una vez más, trascurridas varias semanas, el barrio volvió a la normalidad. El miedo se esfumó de nuevo y sólo los familiares y amigos directos de los desaparecidos continuaron la búsqueda de los cadáveres. Algunos pensaban que podía tratarse de secuestros de niños para otras familias, pero esto pronto se descartó por la edad de los mismos. También se habló de robo de órganos y de trata de blancas, pero como en todo lo demás, no había prueba alguna al respecto.

Hasta la primera desaparición, el Quintanar apenas había tenido delitos graves, y mucho menos de sangre o con menores de por medio. Se trataba de un barrio residencial tranquilo, con multitud de viviendas unifamiliares pero donde la mayoría de vecinos se conocían. Un barrio seguro. El último delito violento considerable ocurrió hace diez años. Dos hermanos discutieron por problemas de una herencia y cuando la cosa llegó a mayores, se dieron varias cuchilladas mutuamente. Ninguno de los dos murió pero cuando se recuperaron, ambos se fueron del barrio. Ahora, el Quintanar se enfrentaba a dos niños secuestrados probablemente por alguno de sus vecinos. Esto debería al menos, haber sembrado cierta intranquilidad en la zona, pero como ya he dicho, el miedo es un sentimiento impulsivo y si no se hablaba del asunto, la gente estaba tranquila.

La noche de Halloween de dos mil catorce llegó, y si bien se vio menos afluencia de niños en las calles, la gente volvió a salir sin apenas preocupación. Los padres estaban mas alerta este año, pero es difícil controlar a los grupos de niños cuando se mezclan entre si, muchos de ellos con los mismos disfraces.

En esta ocasión, la desaparición fue si cabe aún mas grave.

Juan Ortiz era el pequeño de una familia con cinco hijos. Tan solo contaba con seis años recién cumplidos y su disfraz de Spiderman no debió de funcionar, pues no pudo escapar de las garras del secuestrador.

Puede que el ser el pequeño de una familia numerosa provocara cierta desprotección por parte de sus padres. Quizá, el hecho de que solo le acompañara su madre mientras el cabeza de familia tomaba unas cervezas con los amigos también ayudara. O puede, que el hecho de que el padre fuera guardia civil, le otorgara una irreal seguridad y protección. Me imagino que a ese padre todo esto le debió de pasar por la cabeza, cuando su mujer le llamó por teléfono para decirle que Juan no aparecía. Lo que está claro es que no tuvo dudas de lo que había ocurrido y de que no volvería a ver a su hijo. En lugar de ir al lugar donde se había producido la desaparición para ayudar en las tareas de búsqueda, el padre regresó a su casa, cogió su arma reglamentaria, y llorando, se voló la tapa de los sesos.

La noticia conmocionó a un barrio ya de por si afectado por el caso del pequeño Juan. Las teorías se dispararon, llegando incluso a producirse acusaciones entre vecinos con antiguas rencillas. Pero nuevamente no aparecieron pistas que fueran de utilidad la resolución del caso.

En esta ocasión sí noté que el miedo de la gente perduró algo más en el tiempo. Tal vez fuera porque se le dio mucha publicidad al hecho de que las víctimas no tenían nada en común, salvo que eran menores. Diferentes edades, ambos sexos y distintas clases sociales. Pero sí que había un patrón coincidente. El hecho de que las desapariciones se produjeran la noche del treinta y uno de octubre. Y este patrón, hizo que los vecinos volvieran a relajarse, hasta que la noche de Halloween del siguiente año desapareció otro niño.

Siempre he pensado que hay dos cosas infinitas en la vida. El universo y la estupidez humana. Nunca he tenido hijos pero si fuera padre, evitaría la noche previa al día de todos los santos como se repelen los polos iguales de los imanes. Me recluiría en casa, o incluso me llevaría a mi familia fuera de la ciudad. Pero el ser humano no actúa así. Los sucesos desagradables se olvidan y tropezamos una y otra vez con la misma piedra.

La cuarta desaparición del Quintanar fue un déjà vu para muchos. Registros en casas, interrogatorios, padres llorando desesperados y una policía impotente, ante la falta de indicios o pistas que indicaran el camino a seguir.

La pequeña Carmen Haro tenía nueve años y su disfraz este año era de diablesa. Vivía en la misma calle que yo, y era una niña preciosa de ojos azules y cabello liso y negro como el carbón. No la conocía demasiado, el hecho de no tener hijos hacía que no me relacionara mucho con los niños del barrio, pero sí era amigo de sus padres. Una pareja encantadora que llevaba viviendo aquí apenas seis años.

El padre de Carmen era un político, creo que algo así como consejero de la comunidad autónoma, y tenía múltiples contactos en la élite estatal. Se unieron al resto de padres afectados por los secuestros y formaron un grupo de presión. En un par de días, consiguieron que la prensa internacional se hiciera eco de las desapariciones, bautizándolas como “Las almas perdidas de Halloween”. Este hecho, provocó a su vez que el gobierno central reconociera públicamente que algo debía de haberse hecho mal en las investigaciones y envió a un equipo especializado.

Durante meses, el equipo que llegó de Madrid hizo sus pesquisas, pero cuando volvió a la capital, agachó la cabeza, admitió que el procedimiento se había ejecutado a la perfección y se escondió a olvidar su fracaso. Lo que la policía no tuvo en cuenta es que a veces, los delincuentes también saben hacer su trabajo. La vida real no es como las películas y los psicópatas no van dejando pistas adrede para mantener una batalla personal con los investigadores.

Hoy es treinta y uno de octubre de dos mil dieciséis. El Quintanar es famoso y se pueden ver por las calles multitud de periodistas al acecho de una noticia. Hay policías por todas partes para evitar un nuevo secuestro y muchos padres han sacado a sus niños disfrazados, sintiéndose seguros por la presencia policial.

La verdad es que este año parece que se lo han puesto difícil al secuestrador. Pero al fin y al cabo, ¿qué son un montón de policías sino un reto más? Nadie dijo que hacer el mal fuera fácil.

Esta noche saldré a dar un paseo y a ver los disfraces de los niños. Recorreré las calles del barrio viendo como piden por las casas, como se divierten y como se sienten seguros. Cuando tenga la oportunidad, y estoy seguro de que la tendré, me llevaré a uno. Un año mas conseguiré mi objetivo y si finalmente me cogen, tal vez encuentren el falso suelo del sótano de casa. Ese falso suelo que han pisado ya en cuatro ocasiones y no han conseguido descubrir. Si lo hacen, puede que lleguen a tiempo de descubrir los zulos que he fabricado para mis pequeñas almas. Pero tendrán que encontrarlo por sí mismos si quieren rescatarlos con vida. En cambio, si finalmente me salgo con la mía y de nuevo no me descubren, podré disfrutar al menos un año mas de mis criaturas y de sus mugrientos disfraces de Halloween.


Fotografía y texto: Carlos M. Todos los derechos reservados.


Comentarios

  1. Impresionante relato.

    Desarrollo impecable y final sorprendente

    Cuánto se puede decir y contar en tan pocas líneas, mi más sincera enhorabuena, este año, la noche del 31 de Octubre, tendré que ir con mucho mucho cuidado.

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  2. Con el progreso de la acción nos sugestionas para sorprendernos con un desenlace inesperado.

    Me temo que consigas la enemistad de los niños si sus padres leen el relato. Te felicito por el relato.

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    1. Muchas gracias Alberto. Me alegro que te haya sorprendido el desenlace.

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  3. ¡Qué bueno! Gran relato que va subiendo de tono hasta llegar al final donde nos encontramos con un "in crescendo" literario. Un final apoteósico , que te hará tener mucho cuidado en Halloween. Mi enhorabuena Carlos

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    1. Muchas gracias Pino,estos comentarios me animan a esforzarme mas. Un saludo.

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