El ángel de la guarda es un ave nocturna

El día que falleció mi padre fue extremadamente largo. En realidad, el proceso duró dos días. A eso de las once de la mañana, supe que mi padre no volvería a despertar, si bien, el deceso no se produjo hasta las nueve de la noche. Para mí todo duró dos días, porque empezó cuando no logré despertarlo por la mañana de un viernes, y terminó cuando me acosté el sábado por la noche.

No puedo decir que su final fuera una sorpresa. Salió victorioso durante seis años en todas las batallas que libró contra su enfermedad, y no fueron pocas. Tuvo una relativa buena calidad de vida toda esa época, y sólo sufrió un poco sus dos últimos meses. Digo sufrió un poco, porque era un hombre muy fuerte al que jamás oí quejarse. Si el cáncer le estaba haciendo sufrir, a nosotros no nos los demostraba.

Cuando la especialista de paliativos llegó a casa y lo examinó, nos dijo que no volvería a despertar y que lo mejor era sedarlo. Da igual el tiempo que lleves esperando. Da igual las veces que los médicos te han dicho que no hay nada que hacer, que sólo queda esperar. Creo, que fue en ese momento, en el que realmente desapareció la última esperanza del milagro, y realmente fui consciente del fin.

A partir de ahí, los que habéis vivido de cerca la pérdida de alguien sabéis como es esto. Llamadas a los familiares mas cercanos para avisar que se acerca el final, pensar en los preparativos, organización de tareas, dar consuelo y recibirlo, aunque parezca que no lo necesites, y el trasiego de gente entrando y saliendo de casa.

Creo que lo más duro fue el tener que hacerme el fuerte, cuando por dentro tenía el corazón destrozado. Siempre he sido de los que piensan que los hombres no lloran, y equivocado o no, prediqué con el ejemplo, no sin bastante dificultad.

Llegado el fatídico momento, pudimos despedirnos de él y dejamos que se fuera en paz.

En mi casa somos una familia muy tradicional, y consideramos oportuno velarlo toda la noche en el tanatorio. Hoy en día, la gente no suele hacer esto y se va a casa a descansar, o al menos a intentarlo, pero pensamos que era lo mínimo que podíamos hacer por él.

A primera hora de la mañana, fui a casa a ver a mi mujer y a mis hijos y me di una larga ducha. Llevaba casi veinticuatro horas sin aparecer por allí y el verlos y estar un rato con ellos me reconfortó. Después, mi mujer y yo volvimos al tanatorio para el funeral. El largo día no había terminado aún y todavía faltaban unas horas para el suceso más inquietante de la jornada.

El funeral fue tal y como tenía que ser. Momentos tristes, muestras de cariño de familiares y amigos, un cigarro tras otro en la puerta del tanatorio y ganas, muchas ganas, de que acabara el día. Pero este, como he dicho al principio, sería largo.

Aún nos quedaba un viaje de más de cien kilómetros hasta el cementerio de nuestro pueblo natal, donde finalmente, mi padre descansaría para siempre. Una vez allí, recibió sagrada sepultura en el pequeño panteón familiar. Nos despedimos de las personas que nos acompañaron en ese momento, y a eso de las seis de la tarde, emprendimos el viaje de vuelta a casa.

Recuerdo que, a pesar del cansancio acumulado, me empeñé en conducir de vuelta. Di dos o tres cabezadas, que bien nos podían haber provocado un fatal accidente, por lo que terminó mi mujer trayendo el coche evitando lo que con toda seguridad habría sido una tragedia.

Ya en casa, tratando de volver a la normalidad, disfruté un rato de mis pequeños, ajenos por completo, a que no volverían a ver a su abuelo.

Cuando por fin el día llegaba a su fin, cuando me disponía a irme a descansar, me encontré la situación mas extraña que en ese momento me podía imaginar.

Siempre que entro en mi dormitorio, enciendo la luz de la habitación, pero en esta ocasión no fue así. Tal vez estaba tan cansado que lo que quería era echarme en la cama directamente, o tal vez no lo hiciera por alguna extraña razón. Si hubiera encendido la luz, puede que no hubiera visto nada anormal aquella noche.

Me dirigí en la semioscuridad de la habitación hacía la ventana, con la intención de bajar la persiana. Frente a mi ventana, hay una farola cuya luz entra por completo en el dormitorio, por lo que solemos bajar la persiana para descansar mejor. Justo cuando iba a bajarla, miré a la calle y lo vi, provocando que un escalofrío me recorriera todo el cuerpo.

Allí, en medio de la separación de los dos carriles que hay en la calle, justo enfrente de la puerta de casa, un búho estaba plantado inmóvil, mirando hacía mi ventana. Su cuerpo estaba girado mirando en el sentido creciente de la carretera, pero su cuello estaba girado hacía arriba, mirándome fijamente con sus enormes ojos amarillos. Abrí la ventana corredera, creyendo que con el ruido o el movimiento saldría a volar espantado, pero no movió ni un músculo. Continuaba observando impasible.

Una extraña paz me envolvió en ese momento. Me sentí enormemente bien. Protegido. Seguro. Nunca en mi vida había visto un búho que no saliera en un documental de la segunda cadena. Pensé, que se debía tratar de una especie de alucinación, provocada por el cansancio y las fuertes emociones del día. Sólo había una forma de comprobar si era real.

Llamé a Sonia, tratando de no subir la voz, indicándole que no encendiera la luz al entrar. Si ella podía verlo, no se trataría de un producto de mi imaginación. Subió a la habitación, y por señas, le dije que se acercara a la ventana en silencio. Cuando llegó, señalé hacía el búho y ella también lo vio. Su cara de sorpresa, me hizo pensar en la que habría puesto yo unos instantes antes.

El búho continuaba mirándonos con curiosidad, completamente quieto, como si no le importara que estuviéramos allí. Lo observamos en silencio unos minutos, o bien nos observó él. Luego, Sonia salió de la habitación y me quedé mirándolo unos instantes más.

Puede pareceros una locura, pero estoy seguro de que no miraba a un animal, sino a mi padre recientemente fallecido. Comprendí el mensaje. Nunca estaría solo. Mi padre estaría siempre conmigo, observándome, cuidándome. Como un ángel de la guarda. Sonreí y le dije adiós. Me despedí por segunda y última vez de él en aquella larga jornada y encendí la luz.

El búho, tras unos segundos, emprendió el vuelo y desapareció en la oscuridad de la noche. Me tumbé en la cama y descansé. Dormí como no recuerdo haberlo hecho, y cuando desperté a la mañana siguiente, seguía en paz.

Han pasado ya varios años y, cada vez que puedo, paro en el cementerio para visitar a mi padre. Le rezo una oración y charlo un poco con él.

Todas las veces que voy, vuelvo a tener esa extraña sensación que me hace sentirme tan bien. Paz y seguridad. Compañía y protección. Me siento feliz. Me siento con él.

Y todas las veces que voy, me sorprendo mirando los alrededores del panteón, en los árboles, en las calles del cementerio y encima de las paredes, llenas de lápidas. Buscando el búho que me observa, que cuida de mi y que me protege. Pero nunca aparece. Aunque claro, esto no debería sorprenderme, como ya sabéis,  el ángel de la guarda es un ave nocturna.

Fotografía: Pixabay. Texto: Carlos M. Todos los derechos reservados.


Comentarios

  1. Los pelos de punta recordando aquel 18 de Mayo y tu vivencia.....

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  2. Que gran y bonita historia, amigo.

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  3. Que hermosa y triste historia. Creo que cada ser humano tiene derecho a llorar para desahogarse, sea hombre o mujer. Los que hemos vivido la muerte de familiares en la larga lucha contra el cáncer, creo que nos identificamos.

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  4. Desplazas tus pasos literarios a una vivencia que por habitual o por miedo tenemos algo olvidada y encuentras un encanto especial a algo que todos hemos vivido o viviremos. Buen relato. Que el búho te proteja.

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    1. Muchas gracias Alberto,confío en que sigue haciéndolo.Un saludo.

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