¿Qué harías tú?
Cuando era joven, había bromeado con esta situación muy a
menudo. La utilizaba para poner a la abuela de mi mujer en un compromiso, y
todos nos reíamos, a pesar de que no conseguía obtener respuesta alguna de
ella. Ahora, después de tantos años, no deja de resultarme curioso que con el
tiempo, fuera yo el que me encontrara con esa tesitura. Pero además, me
resultaba aterrador, pues si no tomaba una decisión pronto, me costaría mi
propia vida.
Parece mentira que la noche anterior a aquel día, estuviéramos
los cuatro cenando tranquilamente, ajenos por completo al destino que nos
esperaba. Menos de diez horas después de besar a mi mujer para darle las buenas
noches, supe que era el último beso que podría darle en vida.
El desconocido que llamó por la mañana a la puerta no tenía
aspecto de asesino. Más bien, me recordaba a una rata de biblioteca o a algún
friki informático. Con su camisa abrochada hasta el cuello y sus gafas negras
de montura ancha, parecía incapaz de matar a una mosca, sin embargo, no le
tembló el pulso cuando apuntó a mi mujer a la cabeza y le disparó a bocajarro, reventándole
la mitad derecha de la cara. Me queda el consuelo de que no sufrió, y de que al
irse tan rápido, no tuvo que vivir lo que sucedió a continuación.
Desde la cocina vi el disparo y caí desplomado de rodillas
por el horror. Mis dos hijos bajaron corriendo las escaleras al escucharlo y
encontraron a su madre, tumbada sobre un charco de sangre, con la cara
desfigurada. El desconocido seguía en el umbral de la entrada, apuntando a mis
hijos con su arma, y con una extraña sonrisa de satisfacción.
- Esto sólo ha sido para que me respetéis – dijo.
– Ahora salid de la casa.
Luis y Fernando obedecieron lloriqueando y salieron al
exterior. Yo me puse en pie e hice lo mismo. Aún no creía lo que estaba pasando
pero instintivamente, obedecí.
Caminamos en dirección al viejo faro que estaba junto al
acantilado. Los gemelos, abrazados a mis piernas, y yo, caminando como un zombi.
El desconocido se mantenía detrás, a unos prudenciales cinco metros, sin dejar
de apuntarnos en ningún momento.
Mi padre había sido el farero durante décadas y, cuando la
tecnología moderna hizo que el faro cayera en desuso, compré la casa de al lado
para pasar las vacaciones con mi familia y rememorar mi infancia. Ahora, el
faro parecía observarnos con tristeza a medida que nos acercábamos a él, como
si supiera lo que estaba pasando y no quisiera que ocurriese.
Al final del camino, había un pequeño mirador con unas formidables
vistas de toda la bahía. Antiguamente, el mirador tenía una valla de madera,
para proteger a los turistas de una caída accidental. Ahora, sin el
mantenimiento de un farero, apenas quedaban dos postes corroídos por la humedad.
Por ello, Carmen y yo, nunca dejábamos a los gemelos jugar ahí. Sin la valla, un
descuido podía precipitarte al mar por un precipicio de más de doscientos
metros de altura.
En este punto, el desconocido me hizo la pregunta que me ha
vuelto loco todos estos años.
- ¿A cual de tus hijos empujarás por el barranco?
No dijo “primero” al final de la pregunta. Tampoco habló en
condicional. Me estaba ordenando que eligiera a cual de mis hijos quería matar.
Le pregunté el por qué nos hacía esto. ¿Qué le habíamos hecho?, ¿quién era y
qué ganaba con esta atrocidad? Su respuesta fue el silencio durante unos
segundos insoportablemente largos. Después, apuntó a Fernando y dijo:
- Si no eliges, los torturaré antes de matarlos, y
después te dispararé a ti. Si saltas al vacío, los torturaré igualmente y los
mantendré vivos sufriendo durante años. Puedes salvar tu vida y la de uno de
tus hijos, pero el otro debe morir. Tienes sesenta segundos para tomar tu
decisión.
Pensé que todo era un mal sueño. Que si saltaba por el
acantilado, despertaría sudoroso junto a Carmen. Pero todo era real. Demasiado
real.
Los gemelos, con asombrosa entereza, se ofrecieron ambos
voluntarios para que los empujara. El amor que sentían el uno por el otro me
partió el corazón. ¿Cómo podía tomar semejante decisión?, ¿y vivir con ella? Cualquier
alternativa era horrenda. Abrí la boca para protestar, suplicar, pero el hombre
levantó un dedo ordenando que no hablara.
- Treinta segundos – anunció.
Miré a los niños. Ya no había lágrimas en sus ojos. Sólo una
tierna mirada de compasión y despedida. Me estaban perdonando anticipadamente
la decisión que iba a tomar.
- Diez segundos.
Los diez segundos más duros de mi vida. Tenía que decidir.
No quedaba tiempo. Ojalá nadie nunca tenga que verse en la situación en la que
yo me encontraba.
- Cinco segundos.
Decidí. Abracé a mis hijos con toda la fuerza que pude. Los
besé en la frente. Miré hacia abajo y un envolvente vértigo invadió mi mente.
Los empujé al acantilado.
Vi sus pequeños cuerpos rebotar en las rocas de la agreste pared,
antes de caer inertes al mar. Todo sucedió muy rápido, aunque yo lo viví a
cámara lenta. Me arrodillé llorando hacía el mar, y esperé un disparo en la
nuca que terminara con mi sufrimiento. Pero la bala nunca llegó.
Cuando logré reponerme, me di la vuelta y me encontré solo. Desconozco
el tiempo que había transcurrido. El desconocido no estaba, y en la hierba, en
el lugar donde me había destrozado el alma, sólo estaba su revólver, brillando
con el reflejo de los rayos del sol. Lo tomé y deduje sus intenciones. Quería
que yo terminara su trabajo suicidándome.
Tomé otra decisión. La decisión de no hacerlo. Decidí que él
no ganaría. Y también decidí castigarme, atormentándome el resto de mi vida por
lo que acababa de hacer.
Han pasado cuarenta años desde aquel fatídico día. Cuarenta
años de pesadillas, horror, lágrimas y sufrimiento en soledad. Ahora soy un
anciano, enfermo de cirrosis y cáncer de pulmón, al que apenas le queda tiempo.
Creo que ya he sufrido mi penitencia, y espero que si existe un Dios, me reciba
para que por fin pueda estar con mi familia.
Escribo estas líneas para explicar lo que sucedió y no pido
que me entendáis. No sé por qué tomé esa decisión, y nunca sabré si fue la
menos mala. Ahora me estarás juzgando pero, ¿qué harías tú? ¿Qué decisión
habrías tomado? No quiero saberlo.
He vuelto al acantilado junto al viejo faro, que aún sigue
en pie. Conservo el revólver y voy a meterlo en mi boca. Un último esfuerzo
para apretar el gatillo y volveré a estar con ellos.
La brisa del mar huele a salitre. Igual que aquel día. Este
es el olor que me llevaré a la tumba.
Fotografía: Pixabay. Texto: Carlos M. Todos los derechos
reservados.
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Buen relato, amigo. Enhorabuena👍👍
ResponderEliminarGracias Jose, me alegro que te haya gustado.
EliminarMuy fuerte, novela negra, fuerte, dura, brutal. Terror psicológico también
ResponderEliminarMuchas gracias, tengo El farero apuntado para el pendiente.Un saludo
EliminarEsperabas algo más.Todos en este relato esperaban algo más: El protagonista, los niños, el asesino...El propio escritor. De la vida, siempre se espera algo más. Ni mejor, ni peor...Algo diferente. Solo la esposa está en posesión de la suma certeza de su vida y de su muerte.
ResponderEliminarLa duda, prendida a los dos extremos de la misma mecha. Dos manos, izquierda, y derecha. Un sólo corazón. Un cerebro ejecutor...Una única posibilidad, y una sola orden.
Una trama sustentada por el terror y el suspense, avanzando en círculo tras la dignidad. Magnífico relato, Carlos!
¡Guau Josefina, me dejas sin palabras!Has captado y resumido por completo la esencia del relato.Muchas gracias y me alegro que te haya gustado!!
EliminarExcelente relato Carlos, trenzas unos hechos sobrecogedores para llegar a un desenzalce no menos escalofriante. Enhorabuena.
ResponderEliminarMuchas gracias Alberto!!Me ayudan mucho estos comentarios.Un saludo.
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