Las almas perdidas de Halloween
Todo el mundo tiene miedo en alguna ocasión. Miedo a las arañas, a los espacios abiertos, a lo desconocido. Pero sin duda, el mayor de nuestros miedos es que algo le ocurra a un ser querido, y si además, ese ser querido es un hijo, el sentimiento de terror se multiplica exponencialmente hasta límites insospechados. Pero el miedo, en muchos casos, es un sentimiento impulsivo. Lo tenemos, pasa, y se olvida. Hasta el momento en que una nueva situación lo hace renacer, pero a veces es demasiado tarde. Si hay una oleada de robos en viviendas, las centralitas de las compañías de alarmas enloquecen. Si un loco con una furgoneta atropella a varios viandantes en una céntrica capital, en todo el mundo la gente se recoge en sus casas y evita las multitudes. Pero el tiempo pasa, y el miedo también. Al cabo de unos días, las centralitas de alarmas dejan de sonar y las calles del centro de las ciudades vuelven a bullir de turistas y ciudadanos. El miedo ha pasado y la gente sigue con su vida.